
EL fragmento de Los cuatro peronismos que elegí para republicar, como todo libro editado hace 25 años, corre algunos riesgos. El más obvio: ser malinterpretado; el menos evidente organiza esta pregunta: ¿Hasta dónde ese fragmento representa adecuadamente todo el texto? No hay modo de estar seguro. Cada lector dará, en definitiva, su propio dictamen.
Avancemos con orden. El primer peronismo, el que surge a la palestra el 17 de octubre de 1945 y concluyó con el golpe de Estado del 16 de septiembre de 1955, casi no registra en la actualidad sobrevivientes políticos. Antonio Cafiero ya es un militante retirado; y a los demás se los devoró el tiempo biológico, y sobre todo el tiempo histórico. El segundo peronismo, básicamente integrado por direcciones sindicales variopintas, por las 62 Organizaciones, vive en los nombres y en las cabezas de unos pocos jefes; pero, básicamente, fue políticamente destrozado por Carlos Saúl Menem, los trabajadores dejaron de hacer política. Sólo son ciudadanos, y de tanto en tanto, votan. Las conquistas del Estado de Bienestar, que el peronismo inaugurara en la sociedad argentina, y que dieron al movimiento obrero organizado una identidad definida, fueron arrasadas sin demasiada resistencia. Y Lorenzo Miguel, el mítico dirigente de la Unión Obrera Metalúrgica, sintetiza biográficamente esa dramática peripecia política.
El tercero, inaugurado tras el retorno del general Perón el 17 de noviembre de 1972, que contó entre sus filas a los entonces jóvenes militantes de la tendencia revolucionaria, es generacionalmente el más nutrido. Claro que Isabel Martínez, tras la muerte del general, inaugura el cuarto con un objetivo muy simple: destruir el tercero. No hizo poco. No sólo derrota al conjunto de las organizaciones guerrilleras – peronistas, no peronistas y antiperonistas – inaugurando en Tucumán, mediante el Operativo Independencia, la política represiva elaborada por la escuela francesa en las guerras coloniales. Además, la escuelita de Famailla fue a la Escuela de Mecánica de la Armada, lo que el plan económico del ingeniero Celestino Rodrigo, ministro de Isabel, al programa de José Alfredo Martínez de Hoz: el proyecto del bloque de clases dominantes para realizar su renta financiera en el mercado mundial, mediante una gigantesca y cruel lobotomía social. La dictadura burguesa terrorista no fue un instrumento militar, las FF AA fueron el buril con que se dibujó el nuevo orden.
El programa económico de los gobiernos posteriores a 1983, tras la instauración del régimen parlamentario, se redujo a pagar la deuda externa. En última instancia, la convertibilidad estuvo al servicio de la libre circulación de capitales. Esta libertad, para la sociedad argentina, tiene un significado preciso: la fuga del ahorro interno hacia el mercado financiero global. El estallido de 2001 puso fin a esa lógica estructural, por volverse materialmente inviable. Entonces, los sobrevivientes del tercer peronismo, en muchos casos rehechos por la lógica del cuarto y en otros en abierta resistencia con los valores del menemismo, intentaron un camino que todavía tantea un cauce: el gobierno K.
La lucha de tendencias, en toda fuerza política y sobre todo en el peronismo, es un signo de vitalidad histórica. En vida de Perón tampoco se redujo a un amable intercambio de ideas; corrientes enfrentadas saldaban sus diferencias mediante recursos violentos. El general protagonizó el último con dirigentes de la JP, y vale la pena contarlo con cierto detalle, para iluminar indirectamente el debate actual.
El sábado 19 de enero del año 74, a las 22:30 horas, el ERP inicia las operaciones para copar el Cuartel de Azul. Fracasa. Horas mas tarde el presidente, a través de la cadena nacional, condenó el ataque y responsabilizó al gobernador Oscar Bidegain de “tolerancia culposa” con la guerrilla guevarista.
Bidegain renuncia.
El ataque motivó un durísimo proyecto de ley que el ejecutivo envió al Congreso, proyecto que desencadena un furioso debate – los diputados juveniles intentan discutir, la mayoría del bloque decide impedirlo – la crisis impone la intervención pública del presidente. El 22 de enero se produce el encuentro con los diputados de la JP, Perón sostiene: “Nosotros vamos a proceder de acuerdo con la necesidad, cualquiera sean los medios. Si no hay ley, fuera de la ley, también lo vamos a hacer y lo vamos a hacer violentamente. Porque a la violencia no se le puede oponer otra cosa que la propia violencia. Esa es una cosa que la gente no debe tener en claro. Lo vamos a hacer, no tenga la menor duda”.
Vale la pena volver a leer el párrafo, integra el tomo XXVII de sus Obras Completas, ya que casi en ninguna oportunidad un general de la nación, constitucionalmente a cargo de la comandancia de las FF. AA, habló tan claro. Rodolfo Vittar, que actúa como vocero del grupo de diputados, intenta restaurar los blasones juveniles y aliviar la enorme presión del jefe, por eso recuerda: “Usted conoce hace años a la Juventud Peronista y conoce su lealtad hacia usted como líder y conductor. En ese sentido, conoce también cuál ha sido nuestro esfuerzo durante estos últimos años”. La réplica llega gélida: “Lo he reconocido veinte veces. Sería lamentable dejar de pensar así.”
El planteo es simple: no hay ningún lugar para el juego propio: obedecen, o se van. Irse equivalía a sumarse al ataque del ERP, y quedarse implicaba subordinarse a una política represiva imposible de convalidar. Por tanto renunciaron a sus bancas.
La desgraciada provocación del ERP esta más allá del análisis político. Y sirvió para justificar el endurecimiento legal, pero sobre todo para barrer expeditivamente los principales dirigentes de la nueva etapa. Renuncia de Bidegain, destitución mediante un golpe de mano policial de Obregón Cano y Atilio López, el 24 de febrero. El anuncio de Perón se cumplió: los métodos de la represión – legal, e ilegal – enmarcaron su gestión. La suerte estaba echada.
Alejandro Horowicz
Los cuatro peronismos
(Fragmento)
Comencemos otra vez: el tercer peronismo fue el más explosivo de todos los peronismos, incluía en su seno todos los elementos que posibilitaban su transformación. Su conductor, Perón, era absolutamente consciente de esa novísima situación. Por primera vez, existía una alternativa interna. En el primer peronismo, Perón había podido evitarla al destruir el Partido Laborista; igual que entonces, liquidarla equivalía a liquidar el movimiento.
Programa en mano, Perón juzgaba: no necesito a los muchachos de la “jota pe”; un aliado sumamente molesto, con la pretensión de pasar la cuenta y debatir sobre los distintos destinos del movimiento. Se trataba entonces, desde su perspectiva, de pulverizarlos políticamente, por cierto que cuando Perdón reflexionaba así no pensaba en una masacre colectiva, si no en una combinación de medidas políticas: aislamiento, terror en grageas homeopáticas (“Triple A”) y funcionamiento de su programa económico.
La dirección montonera no sabía retroceder; en todo caso, debía dar sus retrocesos – producto de una nueva relación de fuerzas – en carácter de ofensiva, carácter que estaba muy ligado a los operativos terroristas. Pero estos habían cambiado de signo: en lugar de vincular a los montoneros con las corrientes antiburocráticas del movimiento obrero, producían un doble movimiento: los segmentos más próximos a la organización se separaban de su base social, mientras que a los menos próximos se veían impelidos a repudiar a los montoneros.
En lugar utilizar su poder de fuego para garantizar su inserción social, lo utilizaron para debilitarla. Ese fue el comienzo del fin y ese fue el origen de la pírrica victoria del general.
La ola de muerte servía, en este caso, el programa del FREJULI. Si Montoneros asesinaban a un burócrata famoso, en general podían acudir (lopezreguismo mediante) al uso “Triple A”. Perón sabía que no contaba con una fracción militar adicta, que todas las operaciones de represión requerían el uso de la fuerza propia, pues facilitar el ingreso de la fuerza ajena (el Ejército) ponía al gobierno, más tarde o más temprano, en mano de los militares. Por eso acudió a un expediente extremo: el terrorismo parapolicial.
El repentino ascenso de López Rega de cabo primero a comisario general de la Policía Federal siempre sonó a una suerte de grandísima bautade de Lopecito, a su afán de desmedida figuración, a una suerte de gusto infantil por los uniformes y los entorchados. Nada de eso.
La designación tenia un objeto específico, de orden práctico-funcional, puesto que la “Triple A” era el resultado de la actividad terrorista de la única dependencia de seguridad estatal políticamente confiable: la Policía Federal. Desde que Esteban Righi intentara “reeducar” a la policía, había quedado claro que el organismo detestaba las practicas del ministro: consideraba la destrucción de ficheros de inteligencia como una medida tendiente a blanquear el pasado comunista y subversivo del bloque juvenil, al tiempo que desvinculaba al entonces presidente Cámpora de la “maniobra” y entendía que el general Perón era estafado por los “infiltrados”.
Dicho de otro modo: la estructura de cuadros de la Policía Federal de ningún modo rechazaba al peronismo, pero tenía su versión del peronismo y no estaba dispuesta a considerar ningún modelo que aportara el “bisoño e inexperto” ministro del Interior.
Esa estructura había sido dirigida por dos comisarios mayores, reintegrados bajo las últimas estribaciones del gobierno de Lastiri: Villar y Margaride. El responsable político de la represión discriminada era, indudablemente, Lopecito con sus nuevos entorchados; su modo de operar, un calco de la OAS francesa. Es decir: una mezcla de profesionales del crimen sin ideología alguna y de activistas ideológicamente consustanciado; el botín de los masacrados debía financiar su funcionamiento o, al menos, oficiar de estímulo adicional para los masacradotes.
No se trata de “mayor fascismo”, como sostiene Sebreli, sino del grado de debilidad del tercer peronismo. Por cierto que esta actividad fue detectada por la inteligencia militar desde del comienzo, la cual – como no podía ser de otro modo – guardó prudente distancia y silencio, ya que no los comprometía en absoluto a los ojos de la sociedad civil. El terror y el contra-terror eran parte de la “carnicería peronista”, los militares estaban deparabienes una vez más. El partido de las Fuerzas Armadas reencontró una política: el silencio.
El papel que esta lucha cumplió no merece dobles interpretaciones: fue absolutamente reaccionario. De algún modo reeditaba en otro espacio y en otras condiciones la masacre de Ezeiza, reemplazando la batalla definitiva por un constante goteo sanguinolento.
Generaba, en el conjunto de la sociedad argentina, una desesperada argentina, una desesperada y desesperanzada búsqueda de distancia, de quedar al margen, de evitar la visita de una u otra banda. El ritmo de la lucha de clases se veía ralentado y sólo la rapidísima descomposición del proyecto peronista evitó que la maniobra concluyera con el éxito abrumador del lopezreguismo en vida de Perón.
Todavía el lopezreguismo actuaba encarnando la misma culpa de fuerzas sociales que en Ezeiza. La única diferencia era que, al aceptar los términos del “debate”, la “jota pe” perdía continuamente los suyos para oscilar entre una corriente que buscaba acaudillar políticamente otra alternativa peronista y un encerrado en la lógica de su accionar militar. Bastaba que la lucha de las clases decreciera, que la posibilidad de movilizar y avanzar se desdibujara, para que el sustituismo más cerril reemplazara la lucha de clases. Más que la vanguardia de una nueva alternativa, el accionar de las “tendencia” reflejaba la posibilidad de un grupo radicalizado de las capas medias de participar en la lucha, siempre y cuando el ritmo de la clase obrera se lo posibilitara. Es decir, era la retaguardia armada de una vanguardia obrera inorgánica; de la organización, constitución y crecimiento de esa vanguardia dependía la suerte de todo el movimiento.
En materia económica, el tercer peronismo resultó increíblemente homogéneo. A lo largo de sus tres presidentes (Cámpora, Lastiri y Perón), Jose Ber Gelbard – Don José para sus íntimos – conservó el cargo y, lo que resulta aun mas importante, conservo el mismo rumbo económico. En ninguna otra oportunidad ministro Perón alguno alcanzó y obtuvo similar nivel de respaldo político. A tal punto, que Perón se ocupó de explicar que un ataque a su colaborador equivalía, en rigor de verdad, a un ataque solapado contra él mismo. Es preciso admitir que no se trataba de una frase de circunstancias, sino de una bien destilada conclusión política: el general había apostado todas sus fichas a mano del ex presidente de la Confederación General Económica.
Don José era uno de los dueños de Fate, es decir; de una empresa líder integrada por capital nacional y tecnología importada. El proyecto que había impulsado toda su vida era simple: el crecimiento del capitalismo independiente equivalía al crecimiento de los capitalistas nacionales.
De modo que con saber qué necesidades tenían los burgueses industriales nacionales se sabía que necesitaba el capitalismo independiente. Claro que Don José reconocía, además, que las necesidades de la burguesía industrial estaban vinculadas a la existencia de un cierto número de actividades básicas (rama I, en términos de Marx) que el capitalismo privado nacional no estaba en condiciones de desenvolver. En ese punto, la respuesta del ministro era instantánea: esa es tarea del Estado Nacional.
Para Gelbard, la alianza entre la burguesía industrial nativa y la producción estatal era la madre del borrego. El sector público debía cumplimentar un doble papel: primero, subvenir las necesidades financieras y productivas de la burguesía industrial; segundo, aprovisionarse con la producción nacional.
Contando con sencillez: se proponía que el sector privado nacional de la industria mediana y grande avanzara más rápidamente que el extranjero, hasta que el corazón de la actividad, los segmentos más dinámicos y modernos, pasara de los segundos a los primeros. A esta operación se la denominaba pomposamente “independencia económica”.
Para lograrla, se propuso utilizar cuatro instrumentos de política económica: crédito, precios, salarios y una transferencia relativa de ingresos del campo a la ciudad. Formulado políticamente: el pacto social.
Por eso nacionalizó los depósitos bancarios y estableció líneas de crédito diferencial mediante redescuentos especiales del Banco Central. Con un añadido: todas las líneas eran negativas en términos reales, y las especiales eran fuertemente negativas; eso si, la participación de las empresas extranjeras en el crédito era regresiva y a tasas mas elevadas, pero aun así negativas.
Inicialmente, elevó los salarios y retrotrajo los precios hasta el 30 de abril de 1973; pacto que, durante los próximos dos años, ni los precios ni los salarios sufrirían modificación alguna. En el esquema de Gelbard, la tasa de inflación era el resultado directo de la corrección de los primeros: como ellos no se modificarían, la inflación sería igual a cero. Pero en ese caso, las tasas de interés resultarían brutalmente positivas (las más bajas fueron, efectivamente, al 13 % anual), de donde se colige que el ministro no confiaba demasiado en la efectividad del esquema o creía que la economía argentina podía incrementar y mantener su ritmo de crecimiento con semejante tasa de interés.
Diseño un impuesto a la renta normal potencial de la tierra proyecto en el cual se afirmaba que la tierra no era un “bien de especulación” sino un “instrumento de producción” y , en consecuencia, si los rindes estaban por debajo del nivel normal potencial, los terratenientes serían sancionados impositivamente o incluso, en determinados casos, hasta sería posible confiscarles la tierra.
Con esta medida, se instrumentaba una transferencia de ingresos. Es que la paridad cambiaria, establecida siempre en base al crecimiento cero de la inflación, no requería mayores correcciones. Y como había retenciones a la exportación, el ingreso al sector -en términos del intercambio interno- se deterioraba por el costo creciente de los insumos.
Esta explicación viene a cuento porque el esquema no produce de suyo una transferencia de ingresos sino a través de la política cambiaria. No se trata de una modificación estructural, de cuestionar la propiedad privada de la tierra, sino de una alteración política de la distribución de la renta. Es decir: depende pura y exclusivamente de controlar efectivamente el Palacio de la Hacienda.
Aun así, el impuesto a la renta normal potencial de la tierra nunca fue aprobado, a pesar de que el peronismo tenia mayoría absoluta en ambas cámaras y que era factible que la medida contara con el respaldo de al menos una parte de la bancada del radicalismo comprometida con el programa de la CGE. No se trataba de una medida por ejecutar efectivamente, sino de una amenaza: “O ustedes producen, o nosotros... nosotros... somos capaces de sancionar una ley”.
El esquema tenía su talón de Aquiles: el respeto de los precios pactados a lo largo de una cadena de producción imposible de controlar administrativamente desde la Secretaría de Comercio. El supuesto básico del plan era este: los intereses dañados por el cambio de las reglas del juego acataran en silencio. Dicho de otro modo: la política de precios no forma parte de la lucha interna del bloque de clases dominantes para determinar la hegemonía.
Vista desde hoy, la ingenuidad del programa resulta alarmante; sin embargo, era el prerrequisito político para creer que la burguesía industrial podía ser hegemónica sin descabezar de un solo golpe a sus potenciales enemigos. Esta perspectiva (la de descabezar a sus enemigos) no resultaba menos ingenua; la decapitación de uno solo de ellos iniciaría una dinámica donde nadie podría garantizar cual seria el próximo decapitado o si la misma burguesía industrial no se vería sometida a un tratamiento similar.
Entonces, entre dos simplezas posibles, el gelbardismo admitió a la más inofensiva; es decir, su dosis de realismo político era mucho más elevada de lo que comúnmente se piensa.
Por cierto que el proyecto fracasó no tanto porque se detuvo el crecimiento de la actividad económica sino porque la inversión cayó abruptamente. El secreto de la economía política del gelbardismo pasaba por estimular intensamente el consumo de bienes semidurables una notable inyección de circulante (el ministro duplicó la base monetaria en el término de sus gestión), pero un aumento de la inversión suponía un aumento de la masa solvente, porque el crecimiento económico anterior era el resultado del aprovechamiento de la capacidad ociosa instalada.
El gelbardismo llegó hasta allí: utilizó a pleno el parque industrial; después, comenzó a derrumbarse. El secreto de su caída no proviene de la acción terrorista ni de la lucha obrera, sino de la violación de las “reglas del juego”.
En pocas palabras: los empresarios, un fragmento decisivo de ellos, al menos, se lanzaron a remarcar los precios. Es preciso, en homenaje a la verdad, explicar que no todas las correcciones fueron producto de la puja interna, se trataba mas bien de aumentos de los precios internacionales (inflación importada). Y como la industria argentina depende, para su funcionamiento, del abasto de bienes intermedios importados, resultaba imprescindible trasladar a precios el aumento o absorber la diferencia.
De más esta decir que ni los empresarios ideológicamente mas persuadidos del plan de la CGE estaban dispuestos a “absorber” la diferencia. Entonces, facturaban en negro o de lo contrario, no vendían. Iniciaron así una cadena de desabastecimiento, por un lado, y de precios “oficiales” -crecientemente distanciados de los precios “reales”- por el otro.
Cuando la onda expansiva del fenómeno gano suficiente intensidad, fue preciso corregir salarios. Pero como la corrección venía con rezago, el ingreso popular se descompensaba.
Recién en ese punto la clase obrera se puso en marcha; antes aceptó, con cierto disgusto, la propuesta del General. Entonces, el pacto por dos años se redujo a pocos meses y los reclamos de flexibilización salarial al margen de la gran paritaria nacional (así se denomino la renegociación de precios y sueldos) ganaron la calle. La lucha por el ingreso, la más elemental y general de las formas de la lucha de clases, se instaló en el centro de la escena. El frente popular estaba roto.
La fractura se hizo evidente durante el primer trimestre de 1974. En el segundo Perón tuvo que admitir que mitad del aguinaldo debería saldarse en junio. El 12 de junio, por última vez, convocó en respaldo del Pacto Social. A pesar del paro de la CGT y del elevado número de organismos públicos próximos a Plaza de Mayo, la multitud era crecientemente exigua. En la movilización anterior (el 10 de mayo) la plaza había estado llena de una orilla a la otra; había sido la ultima vez, porque el 12 de junio los Montoneros
El 1º de mayo de 1974, la “jota pe” movilizó sus ya raleadas filas; su poder de convocatoria todavía era muy grande y su reducción se veía amenguada por el deterioro del gobierno justicialista: las multitudes ya no llenaban alegre y bulliciosamente actos y plazas.
La Policía Federal controlaba estrictamente los accesos para evitar la posibilidad de enfrentamientos armados. Aun así, el general Perón se dirigía a sus seguidores detrás de un vidrio a prueba de balas, del mismo tipo que el instalado, un año atrás, en las inmediaciones de los bosques de Ezeiza.
¿Conformes, conformes, conformes, general? Conformes, los gorilas; los demás van a luchar, corean los manifestantes de la “jota pe”. Duro, duro, duro, las patrias socialistas se la meten en el culo, replican los activistas de la Juventud Sindical Peronista, en un clima tenso. Es que la guerra de consignas no es más que otra forma librada con diferentes medios.
La presión crece; la “jota pe”, a pesar de la prohibición de ingresar a la Plaza con pancartas, logran introducirlas desarmadas y comienza a desplegar el peso de su participación. Casi media Plaza ha sido copada por sus militantes, que agitan los carteles gritando: ¿Que pasa?, ¿qué pasa?, ¿qué pasa general, que esta lleno de gorilas el gobierno popular?
La presión ha llegado al punto estallido, solo la ausencia de Perón y la falta de espoleta mantienen el enfrentamiento en el nivel de corridas y trompadas, mientras la mecánica oficial del acto (elección de la “reina del trabajo”) trascurre sin que nadie le preste la mas mínima atención.
El grueso de la clase obrera ha preferido ver el acto desde sus casas, con las garantías del aparato de televisión.
Dicho conceptualmente: era la contracara del acto del 20 de junio en Ezeiza. La clase obrera no tenia nada que festejar; la dinámica impuesta desde el gobierno a la lucha de protagonistas de Ezeiza se enfrentaban de cara al sol y Perón, esta vez, laudaria personalmente en el conflicto.
Pasadas las cinco de la tarde, aparece Perón vestido con su flamante uniforme de teniente general. Una nube de políticos integra el palco; los cánticos arrecian, aluden brutalmente a su tercera esposa y a López Rega. La “juventud maravillosa”, mutatis mutandis, deviene de un hato de “imberbes”. La pulseada llega a su fin, dos aparatos se enfrentan como aparatos: los activistas de los jefes sindicales tradicionales, respaldados por la “triple A”, los activistas de la “jota pe”, respaldados por Montoneros.
El Caudillo, semanario financiado con avisos del Ministro de Bienestar Social y de las 62 Organizaciones, sostiene que se trata de infiltrados: son izquierdistas que optaron por la camiseta peronista para “facturar el movimiento nacional y ganara los corazones obreros” con las banderas del marxismo. Es una “maniobra sinárquica consciente”, sostiene Felipe Romeo, un periodista que esgrime, número tras número, una consigna inequívoca: EL único enemigo bueno es el enemigo muerto. La idea prende; mejor dicho: las dos ideas. Tanto la que se refiere a la infiltración, como la del tratamiento que se debe proporcionar a los infiltrados.
Éste es, analíticamente, el problema mas complejo: no, por cierto, el que remite a la infiltración, puesto que una docena o centena de militantes políticos perfectamente disciplinados pueden ingresar, mediante una estratagema, a cualquier estructura política, para socavarla o impulsarla en su seno una propuesta diferenciada. Esto puede suceder y en los hechos sucedió muchísimas veces. Pero cuando decenas de miles actúan de ese modo, el problema es otro: es el primer peronismo quien se resiste a admitir que la situación es otra, que ahora militan en sus filas otras fuerzas sociales ganadas por la dinámica del enfrentamiento anterior. Éste “éxito” le resulta indigerible.
Precisemos los tantos: no solo era indigerible para el caudillo o para el lopezreguismo, también resultaba así para Perón, para Gelbard, para la CGT. El fenómeno maldito del país burgués se había vuelto doblemente maldito. Y toda la estrategia de expurgar a los jóvenes, de ralearlos, de eliminarlos, de volver a las “veinte verdades del justicialismo”, de olvidarse del socialismo nacional y de todas las consignas esgrimidas “tácticamente”, refluía sobre la conducción como un boomerang, los jóvenes seguían allí, pero la clase obrera estaba en sus casas.
En un esfuerzo supremo, Perón los echa. Miles y miles se marchan con los ojos nublados, el general montonero y socialista queda atrás, el defensor del pacto quebrado está enfrente. El movimiento se escinde y sus aliados dinámicos quedan definitivamente afuera. Todo vuelve a la normalidad, pero es una ilusión óptica; de la Plaza se va algo más que la “jota pe”, que los militantes de la “tendencia”, se va la voluntad de luchar y vencer.
Con la misma mano que hiere a sus jóvenes seguidores, el gobierno pierde el suelo bajo los pies. La ola de huelgas va y viene, las intervenciones sindicales van y vienen; el proyecto tambalea y con él, con igual intensidad, tambalea la salud del caudillo.
Sesenta días más tarde, el teniente general Perón inició una marcha sin retorno; el hombre que había remontado la adversidad de un exilio durante casi 18 años y había logrado arribar por tercera vez a la presidencia con el respaldo del 62 por ciento del electorado, era un viejo destrozado. Y unas pocas horas después agotó el resto de su tiempo. El tercer peronismo llego a su término.
Capítulo 15
Muerte y transfiguración
El velatorio del general dio la estatura de su figura. Por un instante la historia se detuvo. Con vos contrita, María Estela Martínez de Perón anunció la muerte del presidente. Algo reputado imposible sucedió.
Durante años, los gabinetes de inteligencia militar habían programado acontecimientos que requerían, en sus simplificadas testas, la muerte del caudillo. Perón lo supo y muchas veces entusiasmó a sus colegas con falsos informes sobre su estado de salud.
Una historia falsa o verdadera gozó de gran aceptación popular: el general había cambiado unas placas radiográficas y, en las nuevas, su muerte se volvía un dato cierto. Los sucesores de Onganía respiraron hondo, puesto que el presidente de labio partido podía aspirar a la herencia: la “Revolución Argentina” heredaría a Perón, es decir, Onganía heredaría Perón; es decir, la Libertadora heredaría a Perón (el esquema escapaba, por cierto, a toda proporción histórica; en Madrid, el general reía a mandíbula batiente).
Onganía cayó, Levingston retomó las banderas del gorilismo profesional sin disponer de suficiente tiempo para soñar y Lanusse...Lanusse, en cambio, lo requería vivo. Entonces, de muerto fantasmagórico de los estados mayores, pasó a presidente constitucional. Como se ve, el salto no era pequeño; por eso, para la sociedad argentina, para civiles y militares, para gorilas y peronistas, Perón era inmortal.
Cuando tuvo que marchar al exilio, temió por su vida; en Caracas, una bomba voló su auto: sus temores tenían fundamento. Anticipándose a cualquier eventualidad, nombró a John William Cooke su heredero político. Nunca más repetiría la escena, nunca más creería seriamente en la posibilidad de un atentado contra su vida; tampoco se equivocaría esta vez. Sin embargo, para un hombre de sus años, la muerte no era un dato tan distante, tan ajeno.
El peronismo sin Perón abandonaba la fauna de la literatura fantástica. La autoridad del líder, aún cuestionada, había fijado los límites del juego: en sus manos, Lopecito había sido un instrumento terrible, pero un instrumento. De ahora en más todo quedaba librado a la naturaleza de las cosas y los efectos de esta naturaleza serían alucinantes.
La sociedad argentina, el bloque se clases dominantes, la clase política, como un solo hombre, rodearon ala jefa del Estado. Balbín defendió la legalidad con pollera o pantalón, los Montoneros rindieron su postrer homenaje, Cámpora hizo lo propio, nadie discutió a nadie el derecho colectivo de llorar la muerte del hombre más amado y más odiado de su tiempo. El último acto democrático del tercer peronismo concluía.
Todos eran conscientes de que la geografía política argentina mutaba definitivamente; en la muerte de Perón se balbuceaban las primeras sílabas del fin de una etapa histórica, iniciada en 1930, que con Isabel alcanzaría acabado perfecto.
Morían muchas cosas sin que naciera ninguna: moría el proyecto de impulsar el crecimiento autónomo de la sociedad argentina sin romper los límites del capitalismo y con absoluta prescindencia de su posibilidad efectiva; moría el sueño del “pacto social” que parlamentizaría el enfrentamiento entre trabajadores y empresarios, para volver innecesario el golpe de Estado; moría el horizonte de un país relativamente próspero y relativamente capaz de satisfacer, tal cual era, los requerimientos esenciales de buena parte de sus integrantes y las aspiraciones irrealizadas de todos los demás, moría el canal que había absorbido -sea por participación directa, sea por oposición sistemática - las energías de los que intentaros dibujar un país diferente. Es decir, todo lo que existía estaba herido de muerte, sin que la muerte de lo existente se tradujera -directa, puntualmente- en la vida de lo por existir.
Con Perón moría, en síntesis, el arco social que lo había votado por última vez el 11 de septiembre de 1973. El tercer peronismo era irreproducible, había nacido el cuarto y nadie sabia, por aquel entonces, de qué se trataba.
Para Isabel, el caudillo fallecido se reemplazaba con mayor poder estatal; sin embargo, mayor poder estatal no significaba mayor poder peronista. La formula presidencial debla entenderse así: el estado es Perón y yo soy el Estado; entonces, yo soy Perón.
La formula obviaba datos que no podía obviar: tres semanas antes de su muerte, el general había intentado reflojar el pacto social, que hacia agua desde los cuatro costados. Traducido a la vida cotidiana: el reparto del ingreso, el salario obrero, el consumo popular, no satisfacían a los trabajadores, no colmaban sus apetitos, resultaban insuficientes.
El carácter burgués del peronismo no se mide tan solo por la naturaleza de su propuesta, sino por la naturaleza de las aspiraciones colectivas; no imbuye a sus sostenedores de una ética protestante espartana, sino de una elevada dosis de hedonismo comunista. El horizonte vital de los trabajadores peronistas es preciso, exacto, inequívoco, esta representada en el horizonte que la publicidad propone para sus consumidores; pensar otra cosa es falso y grave.
Aun así, Perón podía exigir otra cosa con absoluta independencia de una obediencia efectiva. Sin Perón, la exigencia se convertía en un contrasentido, y la política de Gelbard, la que había desarrollado desde el 25 de mayo de 1973, alcanzaba, muerto el líder, el rango de un contrasentido. El cuestionamiento de Gelbard, del “pacto social”, de ese “pacto social”, estaba en la naturaleza de las cosas y asumió la única forma posible: “Eso no es peronismo”
Se trataba, en consecuencia, de volver a las fuentes, cuarenta y ocho días antes de que Gelbard y la CGE produjeran su celebre toque final (“misión cumplida, señora presidenta”), Alfredo Gómez Morales renunciaba a la presidencia del Banco Central, disgustado con la política de continua expansión monetaria. De inmediato, el todo poderoso ministro de Bienestar Social lo nombró asesor económico personal; en la renuncia de Gómez Morales y en el nombramiento de López Rega quedaba claro que el gabinete se volvía a polarizar: de un lado Gelbard y la CGE, que además contaban con leve respaldo radical; del otro, Lopecito, los sindicatos, el partido y la clase obrera descontenta.
El solo señalamiento de la relación de fuerzas define el resultado de la pugna y en el resultado de la pugna se define la suerte del tercer peronismo. Por eso, el 21 de octubre no sólo se va un ministro de Economía, también se pierde una propuesta política y, lo que es mas grave aun, la propuesta que se pierde no se reemplaza.
Desde el momento en que Gelbard abandona el Palacio de Hacienda, el gobierno peronista es un cadáver insepulto. Ya no se propone realizar programa alguno, sólo durar, vencer en la próxima elección; carece de tarea histórica.
Antes de que Gelbard abandonara el Ministerio de Economía, el 3 de septiembre, en El descamisado, Mario Eduardo Firmenich y Norma Arrostito, los sobrevivientes del grupo Montoneros inicial, los integrantes de la estudiantia originada en el Nacional Buenos Aires, habían relatado pormenorizadamente la muerte del general Aramburu. Ante los ojos de los lectores directos y de los que recibieron, vía los otros diarios, síntesis del testimonio, la muerte de Aramburu volvió a transcurrir: lo mataban otra vez, moría ante la mirada de todos.
Pero no era la misma muerte, era otra; estaba engarzada, entretejida, vinculada a las muertes del presente, al presente de muerte. Tenia tanto impacto político como la original. La segunda muerte de Pedro Eugenio Aramburu enhebrada con la primera de los Montoneros, puesto que la situación era demasiado distinta: ya no mataban al jefe político de la Revolución Libertadora, al responsable de los fusilamientos de José León Suárez, al represor del movimiento obrero; mataban a un general viejo, políticamente inocuo, a un abuelo tranquilo que soporto con gallardía su responsabilidad ante la historia.
Mataban, en suma, su vinculación con el movimiento popular, en el intento mismo de reforzar la muerte de Perón y el abandono de la Plaza de Mayo. Es decir: la operación tendiente a revincularlos, a religarlos a la lucha colectiva, produjo, impulso, alimento un movimiento opuesto. No reiniciaron de mala manera su marcha hacia los trabajadores, anunciaron indirectamente una marcha independiente. Pero, cuidado: no se trataba de una independencia vinculante, que retomaría en un punto más elevado la relación que los nutria, sino de un corte, del abandono de la lucha de calles, de la respuesta militar como respuesta dominante y determinante. Por eso, cinco días después, Montoneros anuncio a su pase a la clandestinidad: la suerte estaba echada.
La puja de tendencias en el seno de una organización aluvional, forjada con las virutas de otras organizaciones, con los fragmentos de diversos orígenes y experiencias políticas, quedaba en lo esencial, saldada. Una y otra vez Montoneros oscilara entre acompañar la lucha de masas y el elitismo militar, pero, crecientemente, el perfil, de la organización se iba a unilateralizar hasta transformarse en un vestigio de sí misma.
A tal punto, que en la elecciones de Misiones (abril de 1975), donde el Peronismo Auténtico (Montoneros y sus aliados del peronismo critico) participo, los activistas afirmaban desaprensivamente que la campaña electoral era financiada por Bunge & Born. La broma resultaba siniestra: los hermanos Born habían sido raptados por Montoneros y la organización había recibido como pago de su liberación más de 50 millones de dólares. Nadie Ignoraba ni la suma ni la situación, por que los Montoneros se habían encargado de que así fuera. Era parte de su prestigio, del método de la “propaganda armada”, pero los rebrotes de tal comportamiento político resultaron obvios: los servicios de inteligencia militar sostuvieron desde el comienzo que la igualdad entre Peronismo Auténtico y Montoneros era un asunto indiscutible; desde esa perspectiva, los “auténticos” era una pantalla de masas de la organización; en consecuencia, como ella había elegido abandonar la legalidad, todas sus propuestas políticas eran, en los hechos, ilegales.
El argumento pesaba, pero no determinaba nada; hasta que –en medio de la campaña electoral- los Montoneros atacaron un cuartel den Formosa. En ese punto, la presencia de una franja no montonera en los “auténticos” se redujo a polvo, porque –al obligarlos a definirse sobre el comportamiento de la organización armada- las otras fuerzas políticas establecían una cuña efectiva: o el Peronismo Autentico la repudiaba- con lo cuales los hechos, la quebrada-, o debía realizar una practica esquizofrenia (sostener en publico lo que rechazaba en privado).
El repudio equivalía al abandono y la práctica esquizofrénica suponía, necesariamente, sometimiento a Montoneros. En suma, Montoneros y los “auténticos” se volvieron, a partir de la política montonera, una identidad creciente.
Traducido a la contabilidad política ordinaria: la capacidad de gestar alianzas con sectores opositores de la conducción oficial del peronismo quedó invalidada de parte de Montoneros: ellos quedan fuera del debate interno del justicialismo; el lazo estaba roto y fueron los Montoneros los responsables directos de este hecho. Los hijos políticos del tercer peronismo no serian capaces de sobrevivir a la muerte del padre.
De modo que el debate interno del cuarto peronismo se efectivizo entre verticalistas (seguidores incondicionales de Isabel) y antiverticalistas, sin que estos últimos lograran, en política concreta, diferenciarse de aquellos, mas allá del hecho de defender la democracia interna, sin proyectar mayores contenidos. El programa del verticalismo y el del antiverticalismo se parecían dos gotas de agua: administrar la crisis del tercer peronismo, eso era todo, y era demasiado poco.
Antes de la muerte de Perón, el enfrentamiento entre Gelbard y López Rega había conformado, más que una lucha políticamente precisa, un particular dispositivo de ejecución, en donde Lopecito –independientemente de su voluntad- se veía obligado a defender el “pacto social”. Los dos José no chocaron abiertamente: uno era el depositario de la confianza programática del general y en ese carácter gozo de su intimidad, a tal punto que pudo visitar a Perón en su lecho de enfermo, sin la sombra de ningún “entorno”; el otro, a pesar de los decirles de los maquilladores profesionales del general, gozó de toda su confianza domestica retraducida en enorme caudal político, una gran posibilidad de construir un aparato que –una vez muerto Perón- serviría directamente a los intereses del “Brujo”.
La teoría de la disminución de Perón sirve para desvincular la suerte del cuarto peronismo de la conducta del general. El motivo salta a la vista: o se debe admitir que no estaba en condiciones personales de gobernar, o es preciso señalar que los métodos utilizados integraban la panoplia de su instrumentos legítimos.
Sostener, por lo que sucedió después de su muerte, que Perón no estaba en condiciones de gobernar, equivale a sostener que tampoco lo estaba en el periodo en que asumió la tercera presidencia, puesto que fue su responsabilidad directa lo que sucedió en una y otra etapa, por acción o por omisión.
Todo el problema pasa, si se quiere, por probar que Perón era un anciano digitable, incapaz de hacerse cargo de la rueda de los asuntos públicos; esto falta absolutamente a la seriedad, a las proporciones históricas y a las verdades elementales.
Antes que otra cosa, conviene recordar que el derrumbe de Cámpora y el proyecto que el “Tío” encabezo antes de las elecciones del 11 de marzo fueron resultado directo de la conducción del general. Por aquel entonces, si bien se evaluaba sin demasiada ecuanimidad (y “todos” quiere decir el conjunto de los representantes políticos de la clase dominante y sus aliados) admiraban el tino instrumental de Perón. Aun visto a más de una larga década, queda claro que el general era un hombre que sabía que se traía entre manos.
Conviene repasar la línea argumental; no se trata de mostrar ráfagas de talento sino continuidad de dirección política: la pulseada con Lanusse (un hombre en plenitud de medios físicos e intelectuales nada despreciables), el regreso en noviembre, el encuentro del Nino, las elecciones internas del justicialismo, su método para neutralizar a la burocracia sindical en la determinación de la formula presidencial, su método para reemplazar movilización gremial con Juventud Peronista, el triunfo, desplazamiento y la sucesión de Cámpora, su posterior ascenso a la presidencia, muestran una secuencia desusadamente larga, directa, clara, que señala a un político que –a pesar de su evidente deterioro físico- domina la escena. Y si eso fuera poco, al observar su replica en la plaza a los jóvenes rebeldes queda claro que ni siquiera permite que la voz de aura salga de otra garganta que no sea la suya. Perón es Perón, no disminuido político.
De ahí que la consigna “Isabel es Perón” encerrada la fuerza de una maldición; equivalía a decir: “el descabezamiento de Isabel supone el del movimiento todo. Por lo tanto, la posibilidad de disputarle la dirección, de torcer el rumbo, de reemplazarla, es desechada de antemano”.
Por eso, cada reemplazo, durante su gobierno, fue una crisis ministerial; cada crisis ministerial, una crisis del peronismo todo, un camino en donde el movimiento multitudinario se desprendía, expulsaba fracciones sociales que no podrían recuperar. Y cuando el enfrentamiento llegara a la clase obrera, la suerte del edificio completo, del proceso, estaría saldada.
Por eso, la peronización del peronismo, en rigor, sonaba a reorientar la nave, a modificar el proyecto inicial del tercer peronismo, y comenzaba a mostrar –en el transcurso de los acontecimientos- la naturaleza del cuarto. El 21 de octubre, don José presento su renuncia, le fue aceptada; Alfredo Gómez Morales pasó de asesor a ministro.
En términos sociales, la industria nacional de elevado nivel de concentración perdía la hegemonía; ahora, el bloque de clases dominantes disputaría en términos más igualitarios el reparto del ingreso. No eran los trabajadores que salían victoriosos de una lucha contra sus respectivas patronales: la dirección sindical se había plegado – López Rega mediante- a una maniobra de traspaso de poder. Todavía Lopecito era legitimado por la CGT.
Cuando don José había asumido el Ministerio de Economía, la actividad productiva era de ritmo sostenido, el producto bruto interno se expandía a buena velocidad y la capacidad ociosa instalada cedía. En los últimos tramos, comenzó a evidenciarse que la formula de pleno empleo (supuesto básico de la CGT) chocaba con la fase descendente del ciclo productivo. Era preciso –en términos capitalistas, se entiende- incrementar la productividad del trabajo y disminuir el número de los trabajadores.
Dicho con poca amabilidad: para defender la tasa de ganancia era imprescindible reducir los salarios reales de toda la clase obrera, reducir el número de salarios hasta emparejar la producción con la demandada solvente. La secuencia requería aumentar las exportaciones, en el preciso momento en que el Mercado Común Europeo cerraba las puertas a las carnes rojas, para evitar la crisis del sector extremo y aminorar la hemorragia de dólares hacia el exterior. En términos rigurosos: las medidas económicas implicaban el agravamiento de las crisis política.
Esto lo sabía Gómez Morales, por eso relantaba las medidas. No carecía de poder político para ejecutarlas, pero cuando ellas volvieron inevitables ya había agotado su cuota. Invirtiendo los términos: usó poder político para no hacer, lo consumió en la operación, y cuando tuvo que hacer ya no contaba con aliados en condiciones de respaldarlo. Los dirigentes sindicales no iban a defender a un ministro que laudaba en su contra y en la destacada lucha por la hegemonía interna, Lopecito comenzaba a apoyarse objetivamente en los sectores mas concentrados de la actividad industrial y financiera, dejando a Gómez Morales una alternativa de hierro: renunciar o rendirse.
Con todo, el ministro de Economía había recibido unos 2.000 millones de dólares de reserva, aunque una parte indeterminada estaba constituida por documentos comerciales originados en la Europa Oriental y Cuba. La deuda extrema trepaba a los 7.000 millones de dólares y los vencimientos superaban holgadamente los 3.000, durante 1974. Estaba en condiciones de negociar desde una posición relativamente sólida con la banca internacional; eran los tiempos en que David Rockefeller todavía podía ser considerado en público, por el ministro, “un viejo amigo”, sin que nadie arrugara la frente.
El economista del peronismo ortodoxo, del primer peronismo, se proponía reducir el consumo obrero para evitar la crisis del sector extremo; es decir, su política afectaba directamente el ingreso popular desde una formula cristalina: austeridad no es miseria.
El momento no podía ser elegido mas desfavorablemente para el juego ortodoxo. La dirección de los sindicatos había logrado, en los últimos tramos de la gestión Gelbard, la sanción de la ley de Contrato de Trabajo y de un paquete de legislación obrera que reforzaba, indisimuladamente, el poder de esa conducción gremial. La Confederación General Económica había sido desplazada y no era, consecuentemente, un aliado que considerar. De modo que los que apoyaran al ministro deberían ser buscados por otros pastos, razonamiento que prenunciaba el enfrentamiento que Celestino Rodrigo asumiría con todas las letras.
Los aliados de esa política económica debían buscarse en la derecha del arco social; los enemigos, en el corazón del peronismo político. En esas condiciones, el ministro no podía durar. Gómez Morales tenia la posibilidad de ir lejos (tal lejos como después fue Rodrigo), de abandonar el horizonte del peronismo o, de lo contrario, de aguardar vientos mejores, una coyuntura internacional mas alentadora. Es decir, esperar. Y espero hasta que no pudo mas; entonces, hizo lo menos que pudo, pero resultaba insuficiente. Los economistas del primer peronismo eran incapaces de retomar la cuesta, los del tercero habían sido desmontados definitivamente (aunque tratarían de volver, a horcajadas de Antonio Cafiero). Las crisis del capitalismo dependiente se mostraba intratable con métodos “tradicionales”. De modo que el camino de Rodrigo, de las fuerzas sociales que se expresaron en derredor suyo, estaba expedido.
Eso sí, la clase obrera empezaba a votar contra el gobierno. A comienzos de 1975, el nivel de ausentismo laboral se había elevado muy encima de la media histórica. Los funcionarios peronistas comenzaron a clamar contra los efectos del paquete de leyes sindicales, responsabilizando incluso a la dirigencia de los gremios por facilitar la ausencia de sus representados.
Una lectura a la columna que registra la evolución del salario obrero da la clave: el salario real caía todo el tiempo; a mediados de año, en mayo del 75, los trabajadores ganaban el 20,3 por ciento menos que en junio del 73. Pero la caída no resultaba suficiente para la burguesía argentina y la dirección sindical exigía la apertura de las paritarias para remontar la debacle. Gómez Morales pidió la toalla; en sus términos, tenia razón.
II
El mercado negro constituía el mercado: los precios máximos eran burlados sin elegancia; las exportaciones en blanco sumaban 3.000 millones de dólares, en negro, 2.500; el 40 por ciento de la operatoria comercial ordinaria no se facturaba. La crisis requería un perdedor, la economía burguesa no estaba en situación de resolver amablemente situaciones recesivas. Gómez Morales había elegido un perdedor (el consumo popular, el salario obrero) pero postulaba una “deflación suave”. El ministro ortodoxo se equivocaba; la deflación suave ya se había producido; los tiempos habían cambiado, el peronismo impulsaría una deflación drástica, impopular, antiobrera. El ministro se encogió de hombros: el peronismo ç, tal vez, haría tal cosa; Gómez Morales, no. Todavía retumbaban en sus oídos los “eso no es peronismo” apurados contra Gelbard. Y, si eso no era, ¿qué sería esto?
La pregunta tuvo respuesta: el ingeniero Celestino Rodrigo, un místico sobre temas angélicos, en cuestiones terrenales mostró un canibalismo hasta entonces desconocido. Era la medida del nuevo problema.
El 2 de junio de 1975, subterráneo mediante, Rodrigo asumió el cargo. Por un instante, López Rega cubrió todo el horizonte; de instrumento de Perón a primer ministro de Isabel: una especia de Frigerio invertido, un Rasputín nacional. Los motivos de su presencia consumieron toneladas de papel. En los comienzos, nadie lo tomaba en serio. El hermano Daniel, autor de temas esotéricos, no era un contendiente político de monta. Todos lo subestimaban, menos Isabel.
A veinte años de la muerte de Evita, Perón había contado a un periodista argentino: “Eva fue obra mía”. Lo había dicho sin efecto, duramente evaluando los hechos desnudos. No mentía; restablecía las proporciones políticas.
En alguna oportunidad el “Brujo” afirmó: “Isabel no existe, es obra mía”.
Las frases parecen calcadas; el sentido varía drásticamente. En cierto que Isabel carecía de existencia política propia, que era una estratagema de Perón para multiplicar su nombre al infinito mientras viviera. En ese sentido, su inexistencia es imposible de negar. Desde esa perspectiva, López Rega tampoco existía. Es que en el peronismo, en los cuatro peronismos, la inexistencia era un modo, una forma, una cristalización, de la práctica política.
“El que existe es Perón, Perón está muerto”. Ésa era una de las claves.
Pero Lopecito hablaba de otra cosa: hablaba de la voluntad política, de la posibilidad o imposibilidad personal de hacer funcionar las ruedas de un mecanismo relativamente automático que, de tanto en tanto, requería un impulso adicional que Isabel era incapaz de proporcionar. Entonces, como Isabel no podía, necesitaba que pudieran por ella. El que podía ejercía vicariamente el vacío de un jefe muerto. En el vacío, en la falta de tarea histórica, en la incapacidad de rehacer las banderas del 17 de octubre y la resistencia popular, López Rega existía. Su figura pergeñaba el tamaño de la tragedia y Rodrigo seria el instrumento social con el que desmoronamiento alcanzaría rango de camino irreversible.
Detrás de Rodrigo, un hombre, un representante orgánico de una clase, manejaba la marioneta: Ricardo Zinn. Ya no se trataba de la ruptura del frente popular, el gobierno comenzaba a minar directamente sus bases sociales sin reemplazarlas. Es decir, no sumaba en sus ataques contra el salario obrero a los que se beneficiaban con su reducción. Para asumir los términos requeridos por sus enemigos políticos le faltaba un tramo: para quebrar sus vínculos con el movimiento obrero había hecho más que suficiente.
Zinn fue transparente en sus afirmaciones a la prensa. Dijo: “Voy a actuar como un jugador de tenis”. Debió agregar, pero olvidó hacerlo: “golpe por golpe, ojo por ojo”. No era una declaración de prensa, era una declaración de guerra; no termino allí: “somos krigeristas para devaluar, gomezmoralistas en cuanto a austeridad, alsogarayistas en la indexación, frigeristas para comprender las empresas extranjeras, ferreristas para la adopción de políticas graduales y los retoques periódicos”; y remató: “en suma, iconoclastas sin ideología”.
La honradez de la declaración exime de todo comentario adicional. Sólo se puede añadir que, por su misma exactitud, nunca fue escuchada, ni antes ni después, en boca de un funcionario público. Las afirmaciones del segundo Rodrigo liquidaban de un plumazo al tercer peronismo: la concertación, el pacto social, los precios máximos, la regulación salarial ascendente, quedaban atrás. Las leyes del mercado, esa mano invisible, establecían el orden verdadero, natural, peronista.
Y la guerra comenzó. El ministro devalúa el peso en un 190 por ciento para los granos (lo que equivale a decir para dos terceras partes de las exportaciones argentinas), en un 70 por ciento para los productos industriales y en un 60 por ciento para las carnes. EL mecanismo devaluatorio describe a los beneficiarios del plan ç, el cual sintéticamente puede formularse así: violenta caída del ingreso obrero (los salarios siguen en el mismo punto) y traslación de ingresos hacia los exportadores y el sector agropecuario.
Pero hay más: el 18 de junio Isabel firma el Acta de Compromiso con la industria automotriz, donde se pacta que, durante dos años, las fabricas terminales no pagan insumos importados a sus casas matrices, remesan regalías y royalties con bonos externos (paridad dólar) y reinvierten la ganancia a cambio de la liberación de precios.
Consecuentemente, los precios inician una trepada de ritmo desconocido; la nafta se incrementa en un 175 por ciento y al compás del aumento de los combustibles avanza el resto. La capacidad ociosa crece sensiblemente. La Argentina produce su primera versión (después aportara otras, continuamente) de stagflatio, que es una formula norteamericana compuesta así: Stagnation (estancamiento) e inflation (inflación), cuya traducción política es: “rodrigazo”.
Todo esto sucede con la velocidad del rayo, de un día para el otro; a las 48 horas de haber asumido Rodrigo, la maza se descarga con furia sobre la cabeza de los asalariados. Los tiempos, sin embargo, están mal ordenados. Desde que Gelbard y Rucci firmaron el Acta de Compromiso, bajo la presidencia de Cámpora, por primer ves cada sindicato negociará con sus respectivas patronales, por separado, los aumentos salariales. La intención de la CGT es obvia: recuperar el deterioro producido por el “rodrigazo” rehacer el salario obrero, deshacer, en tratativas con las patronales, la política del ministro, actuar como si fuera –como efectivamente era- ministro de un gobierno enemigo.
En rigor de verdad, la presión de las bases se hace sentir. Las direcciones tradicionales sin desbordadas cada vez mas frecuentemente por activistas fabriles de distintas corrientes políticas (buena parte de izquierda en un sentido muy vasto), entonces, las direcciones tradicionales afinan el lápiz: los metalúrgicos laudan un convenio donde el aumento es del 130 por ciento; los textiles, uno del 125; los demás gremios esperan el cierre de las tratativas de los dos grandes para actuar en consecuencia. En ese punto, la sangre llega al rió.
El ministro admite que su programa estalla con aumento de esa índole: el máximo que puede absorber no pasa del 45 por ciento, con algunas mejoras adicionales. Ya no se discute una política económica sino la orientación global del gobierno. En esa discusión, el lugar de la presidenta no permite el menos equívoco: así como Perón respaldo a capa y espada a Gelbard, Isabel hace otro tanto con Rodrigo.
Los metalúrgicos movilizan bajo el pretexto de festejar la brillante negociación salarial y agradecer a la presidenta, quien debe refrendar formalmente los aumentos acordados. Lorenzo Miguel reúne unos 10.000 trabajadores, e Isabel no tiene mas remedio que salir al balcón y saludar.
Así y todo, el 28 de junio la presidenta fija su trinchera: mediante un decreto, invalida las negociaciones paritarias y otorga un aumento salarial del 50 por ciento. La guerra alcanza punto de definición: de un lado de la barricada, el gobierno, solo, sin aliados, sin tropas dispuestas a reprimir, e impedir la movilización obrera; del otro, el conjunto de los trabajadores.
La reacción, en bloque, permanecía expectante. Las Fuerzas Armadas definieron una vez más su presidencia política, aunque el general Numa Laplane fuera el comandante en jefe del Ejército.
En abril, antes de que Rodrigo asumiera como ministro, el general Anaya había sido pasado a retiro. La medida formaba parte de la peronizacion del poder y Numa parecía el general más proclive a esa tesis.
El coronel Vicente Damasco todavía revistaba en actividad y producía la sensación de que el Ejército, si bien no se comprometía institucionalmente con el poder político, al menos lo miraba con simpatía. Era un equívoco bien administrado.
Cuando Damasco revistó a las órdenes de Perón, nadie dijo “ni a”. Pero una cosa era un coronel ante un general-presidente relativamente sólido, que servia para lavar la cara de la institución, y otra muy diferente era que el ministro el Interior de Isabel fuera un coronel en actividad.
Mientras vivía Perón, un comportamiento sinuoso había caracterizado a los mandos: todo lo que el presidente había hecho había recibido “de frente, march” el apoyo de la institución, puesto que la protección del presidente y la protección del Estado eran partes de un mismo todo. Por eso el informe sobre la actividad de la “triple A” no se había hecho llegar al ministro de Defensa en vida general. Sólo cuando el tiempo permitió establecer una frontera clara entre ambos gobernantes, cuando la crisis de la presidencia constituyo un acontecimiento de dominio público, el Comandante General del Ejercito (Anaya era el comandante) entrego un informe sobre el terrorismo parapolicial que comprometía al ministro de Bienestar Social.
La respuesta del informe, que llegó a la cartera de Defensa por vía jerárquica, fue inmediata: Anaya pasó a retiro. Pero antes, Isabel había puesto en marcha el operativo “Independencia”.
Conviene seguir el hilo del problema el operativo “independencia” es anterior al informe sobre la “triple A” y posterior a la muerte de Perón. Cuando el ejército se puso en pie de guerra contra la guerrilla campesina que el ERP sostenía en el monte tucumano, recién entonces comenzó a operar políticamente contra la actividad terrorista del gobierno.
El motivo era doble: delimitarse respecto de la represión ilegal, levantando las banderas de la lucha legal y –una vez que el peso de la lucha fuera parlamentariamente definido (con el operativo “Independencia”)- alcanzar el monopolio de la represión, es decir, desarmar las bandas que respondían directamente al Ejecutivo.
En ese contexto, el pase a retiro del general Anaya era un precio razonable. El ejército alcanzaba su objetivo sin ningún desgaste político, más aun: enarbolando la bandera del acatamiento disciplinado a las resoluciones del gobierno. Nunca Laplane era un solitario general de intendencia, un hombre dispuesto a dar todos los sí requeridos por el lopezreguismo, pero absolutamente incapaz de aportar al gobierno tropas de libre disponibilidad. Numa mando mientras no hubo nada que mandar y dejo el cargo no bien una orden contravino la opinión de los generales.
Cuando el gobierno consultó al Ejército sobre su intervención ante una arremetida del movimiento obrero, su respuesta fue diáfana: solo si desbordaban a las fuerzas de seguridad y cometían desmanes, el Ejercito intervendría.
Relatado con rigor político: sólo si los trabajadores atacaban abiertamente al Estado, sólo si la movilización contra el gobierno devenía contra el orden social existente, las Fuerzas Armadas intervendrían. Vale decir, no lo harían en ningún caso, puesto que –oficialmente- la protesta popular tendría por centro al ministro de Economía y al de Bienestar Social. Dicho alegremente: el Ejército era un “aliado” de la CGT contra el gobierno, por omisión.
La movilización obrera ante el decreto de invalidación de las paritarias no se hizo esperar. De abajo para arriba, los trabajadores ganan la calle. Es un movimiento defensivo que, en los inicios, dirige la conducción oficial.
Para Lorenzo Miguel, las 62 y la CGT, el problema es muy serio; ¿cómo defender el interés de los asalariados sin provocar una crisis irreparable?; ¿Cómo evitar que los movimientos de base, es decir, los activistas sindicales que no responden a ellos, les quiten la base?
Mientras tanto, la ola crece; al calor de la lucha estrictamente reivindicativa se vértebra el ultimo intento de enhebrar el hilo histórico del peronismo en derredor de un proyecto que pueden retomar las viejas banderas en los nuevos cauces. Las coordinadoras de base, organizaciones constituidas en tordo de las comisiones internas combativas, los delegados y activistas opuestos a las conducciones oficiales, impulsan la movilización. Un segmento no inferior al 10 por ciento de los trabajadores y no superior al 25 por ciento (salvo Córdoba, donde la coordinadora es mas representativa que la CGT local) se pone en marcha en defensa de las paritarias, en contra del Plan Rodrigo y por la destitución de López Rega. Viendo que la protesta crece al ritmo de una gigantesca bola de nieve, la CGT adhiere lanzando un paro oficial para el 7 y 8 de julio de 1975. El efecto es eléctrico. Todo el país se detiene, como en los viejos buenos tiempos; con una pequeña diferencia: es la primera vez en la historia política nacional que la 62 Organizaciones, que la CGT, con absoluta unanimidad, lanzan un paro contra un gobierno peronista.
Y la Plaza de Mayo grafica la nueva situación del cuarto peronismo: cubriéndola de orilla a orilla, la multitud lanza atroces consignas contra el ministro de Economía y contra Lopecito, cuidando –eso sí- no ofender a Isabel. El gobierno es incapaz de actuar, solo puede retroceder. El plan Rodrigo es inaplicable para el peronismo, al menos en términos convencionales, por que el gobierno carece de toda posibilidad de sostenerlo públicamente: la reacción no requiere tanto, le basta con la situación en la Plaza. De lo contrario, tendría que comprometerse directa, abiertamente con el gobierno y vincularse con un poder moribundo carece de sentido.
Isabel da marcha atrás; la anulación de las paritarias es, a su vez, anulada; los sindicatos han “ganado” el round, pero su victoria es un muestrario de las viejas impotencias del peronismo obrero.
Los topes salariales son eliminados y los convenios convalidados por el Ejecutivo. Los aumentos son nominalmente voluminosos, la mayor de las veces superan el 100 por ciento, pero la continuidad de la estampida de precios muestra que el Plan Rodrigo es algo mas que la eliminación de las paritarias: es la crisis y una respuesta posible a la crisis, porque los sindicatos se niegan a cargar sobre sus espaldas sus efectos salariales sin apuntar, ni remotamente, a una solución de fondo. Tanto es así, que en los hechos no son otra cosa que rodriguistas vergonzantes.
La “victoria” fue parcial, no sol por lo apuntado mas arriba, sino porque ni siquiera la presidenta acepto la renuncia de todo el gabinete. El 11 de julio, Isabel confirmo a varios ministros: López Rega se fue, Celestino Rodrigo se quedo; la tozudez presidencial consumía el grueso de la energía política del peronismo.
En privado, sin levantar demasiados aspavientos, la dirección del movimiento obrero presento su proyecto a Isabel. El viejo nacionalismo antediluviano volvía del brazo del peronismo trabajador. El programa era insuficiente a ojos vista, pero ni siquiera ese programa insuficiente fue defendido con fuerza y verdad. Solo el 21 de julio, dos semanas después de la movilización, dos días mas tarde que López Rega abandonara el país, Rodrigo se marcho, y una retahíla de ministros de Economía alternaron en el cargo. La debacle fue completa, porque el vencedor no era un vencedor ni el enemigo un vencido.
El programa del “rodrigazo” no sólo libero los precios y, consecuentemente, reabrió públicamente la lucha por el reparto del ingreso entre asalariados y no asalariados; resumía, además, puntualmente, las viejas recetas recesivas del Fondo Monetario Internacional. Para equilibrar el sector extremo, era preciso reducir el consumo interno; para establecer el nivel de reservas y la reinversión productiva, se proponía casi duplicar el nivel de endeudamiento público y privado. De los 8.000 millones de dólares adeudados al finalizar la gestión de Gómez Morales, Rodrigo se propuso a pasar a 15.000; era un anticipo homeopático del proyecto de Martinez de Hoz, una política de stand by, la reacción desnuda, el cuarto peronismo.
FUENTE: Diario "Tiempo Argentino"
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